“Cuando muy niños, no necesitamos cuentos de hadas, sino simplemente cuentos. La vida es de por sí bastante interesante. A un niño de siete años puede emocionarle que Perico, al abrir la puerta, se encuentre con un dragón; pero a un niño de tres años le emociona ya bastante que Perico abra la puerta.” G. K. Chesterton
Hace ya unos meses que escribí el post : Yo tampoco quería ir al cole. En él os contaba por qué dejé la escuela tradicional y os prometí que os contaría la segunda parte de la historia, de cómo llegué a las pedagogías alternativas y lo que pasó después.
Pues bien, por el mes de abril de aquel año dejé aquella escuela y aunque en un principio quise dejar también la profesión, alguien más listo me dijo: ¿Por qué no buscas algo diferente? A ti te gusta ser maestra, lo que no te gusta son las formas. Existen otros métodos. Investiga.
Y eso hice. En septiembre comenzaba un máster de pedagogía Waldorf. Sonaba todo muy bien. Muy diferente a lo que yo conocía. Supuestamente más respetuoso. Era lo que yo buscaba y me inscribí.
Los primeros meses estaba fascinada. Visitamos la escuela y era preciosa. No había fichas, no había gritos, no había juguetes de plástico sino materiales de madera, casitas y toboganes dentro del aula. Me emocionaba de verdad al darme cuenta que había otra forma de educar que encajaba mucho más conmigo.
Pasó el tiempo y empezaba a descubrir que aunque el método tenía algunas cosas buenas no era perfecto. Nos hablaron de cómo era primaria en sus escuelas. Y aunque es cierto que no usaban libros de texto, sino que los creaban ellos, no dejaban de ser aulas en las que los alumnos estaban sentados mirando al maestro que es el que explicaba la lección. A través de cuentos, todo muy creativo y espiritual pero era el mismo perro con distinto collar. Los niños no dirigían su propio aprendizaje, seguía viniendo de fuera con un currículum inflexible y con nada de margen de improvisación. Había estado investigando en esa época sobre escuelas libres y sabía que existían modelos mucho más respetuosos con el niño y en los que de verdad eran ellos los que aprendían cada uno a su ritmo y en base a sus intereses.
En infantil, que era la formación en concreto que yo estaba estudiando todo era muchísimo más libre, es cierto. Los niños no tenían acceso a ninguna noción matemática, ni de escritura ni lectura durante esa etapa hasta los seis años. El día se basaba en el juego libre dentro y fuera del aula y en algunas propuestas de actividades como hacer pan, pintar, leer cuentos, cantar. Hasta ahí bien, hasta que llegaron las prácticas.
Durante el período de prácticas pude desencantarme del todo con el método. Veía repetidas las cosas de las que venía huyendo en la escuela tradicional, solo que ahora eran más sutiles. Castigos disfrazados de consecuencias, imposición a realizar actividades, rigidez ante los temas a tratar (solo se podían leer los cuentos tradicionales, cantar canciones de un solo tipo, usar ciertos colores para pintar y aunque un niño se mostrara interesado por los números, se le negaba el acceso a ese conocimiento). Todo esto bañado de una fantasía, llena de hadas, gnomos y príncipes que acabó por espantarme del todo y hacerme terminar el curso con una sensación amarga de que no me había servido casi para nada.
Por suerte, una compañera que estaba viviendo la experiencia de la misma forma que yo, me habló de un método que me iba a encantar y que nada tenía que ver con Waldorf. Montessori. Me apunté a un curso de iniciación de un fin de semana y muy rápido entendí que ese sí era mi sitio. Pero esa es otra historia y ya os la cuento otro día…
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